Ni siquiera soy una cara bonita

11.23.2011

¿Por qué sigues pasándome a mí?

Corrí para tomar un taxi. Bueno, no corrí, pero sí caminé muy a prisa. El día anterior había hablado con mi jefe.  "Tengo que ir al médico y debo salir a las cinco, pero prometo reponerte la hora llegando sesenta minutos antes de que inicie mi turno, ¿qué dices? Eres el mejor, Chema, de veras que sí".

De mi trabajo a la avenida hay unas ocho o nueve calles de distancia. Caminé deprisa, rebasé mujeres y carreolas, esquivé perros y autos estacionados sobre la banqueta. Llegué, encendí un cigarrillo y esperé la luz verde.

Uno, dos, tres, cuatro taxis ocupados. Me sentí en Nueva York, aunque nunca he ido a Nueva York. Comenzaba a desesperarme, la película iniciaba a las seis y media, pero quería llegar a las cinco y media para alcanzar boletos. Por supuesto no iba a decirle "Chema, me largo del trabajo porque quiero ver una película en la Cineteca Nacional, ¿cómo ves?". Uno no puede ir por ahí diciéndole la verdad a todo el mundo.

El semáforo se puso en rojo una vez más. Me quité del paso peatonal para que las personas pasaran sin empujarme. Me distraje viendo a la gente del restaurante al otro lado de la calle. Entonces él tocó mi hombro.

Reconocí tu bolsa de gatitos.
¿Qué haces aquí?
Vine a darte tu libro.
Yo no te dije dónde trabajo.
Le pregunté a Felipe.

Pinche Felipe, culero. Ya me la pagará.

Me dijo que salías a las seis, pero temía perderme; llegué al metro hace unos quince minutos.
No es tan complicado.
Apenas son las cinco.

¡Un taxi! Mi salvación.

Pedí permiso para salir temprano. Tengo que irme, nos vemos.
Pero tu libro.
Venga, pues.
¿A dónde vas? Necesitamos hablar.
A la Cineteca.
Hablamos en el camino.

El taxista, que ya puso a andar el taxímetro, no me dice nada, se queda ahí, con la puerta abierta, mirando la escena. Le hago una seña con los dedos, indicándole que me de un segundo.

Yo creo que no.
Ya súbete, no seas payasa.

Le dice al taxista que vamos a la Cineteca Nacional. Es una distancia corta, mi papá la cubre en quince minutos. Pero ahora, por desgracia para mí y suerte para el taxista, todos los semáforos nos dan luz roja. Él habla con el taxista, algo le dice sobre la tenencia, algo que no entiendo. Miro por la ventanilla de mi lado, los ignoro. Él pone su mano izquierda sobre mi mano derecha que, a la vez, está sobre mis rodillas. Estoy enojada. Sólo quería ir al cine, no es mucho pedir. Sólo quería ir al cine.

Le pregunto al chofer si puedo fumar y me dice que sí, pero que baje la ventanilla. Quito mi mano y de paso la suya, enciendo un cigarrillo y saco el humo por la ventana. Se supone que íbamos a hablar en el camino, pero de pronto a él le importa mucho el asunto de la tenencia y el taxista está encantado de contar sus penas. No voy a iniciar la conversación, a mí qué me importa. No intenta volver a tocar mi mano y eso me calma un poco.

Le pago al taxista mientras él baja. Me dice que él iba a pagar, pero no le hago caso. Comenzamos a caminar hacia las taquillas, en silencio; atravesamos el estacionamiento. Son las seis.

Pongo un billete de cincuenta pesos en... ¿la mesa de la taquilla? y le pregunto a la encargada si tiene boletos para Le Havre. Me dice que sí. Él le dice que le dé dos y pone un billete de cien sobre el mío. La chica de la taquilla nos sonríe y le da el cambio.

¿Qué quieres?
Quiero un café.
Vete al diablo, ¿qué quieres?
Deja de portarte como una niña, vamos por un café.

Nos sentamos en una de las mesas afuera de la cafetería. Él entra y sale con dos americanos, deja un vaso frente a mí y se sienta al otro lado de la mesa.

Ya deja de fumar.
...
¿Entonces?
¿Entonces qué? Dime qué hacías en mi trabajo.
Ni llegué a tu trabajo, no empieces. Ya te dije que iba a darte tu libro.
¿Atravesaste media ciudad para darme un libro que ni te pedí? Hombre, deberías trabajar en DHL.
No seas tonta. Te extraño.
...
Y Laura también te extraña.
Que se vaya mucho al carajo. Y tú también.
Cállate dos segundos y escucha. La pasa muy mal porque no le hablas, porque la eliminaste de todas partes, porque no contestas el teléfono y cuelgas cuando llegas a hacerlo, porque no respondes sus mensajes. Y yo también necesito saber que estamos o estaremos bien.
¿Bien? No mames, Gerardo, tú y yo no estaremos bien.
Ella no sabía que tú y yo teníamos algo, no seas injusta, no con ella.
Ya sé que el cabrón eres tú, lo hablamos, fuimos a un pinche Starbucks a compartir nuestra experiencia Vicky-Cristina-Barcelona. Y ella ahí, entre el cenicero y la cajetilla de sus pinches Marlboro me dijo que eras un cabrón hijo de puta que no me merecía y tampoco a ella. Y mírala, qué lista, se lo creí todito. Qué pinche lista.
Entonces, ¿cuál es tu problema con ella?
Con mis amigas comparto muchas cosas pero no fluidos. Ni siquiera tuviste el coraje para decirme que te estabas tirando a Laura mientras quedábamos para ir a aquel concierto. Un domingo fuimos al teatro y no te oí decir "oye, ayer me tiré a tu amiga en el sofá de mi sala". 
Yo la quiero, es algo que tú no puedes entender, algo que no tuvimos tú y yo. A ti nunca pareció importarte que no nos viéramos por semanas, por decir algo.
Porque no me importaba, yo no quería verte siete días a la semana, no tengo complejo de sanguijuela.
No sé de donde sacaste que tú y yo íbamos en serio. Habíamos quedado así, no puedes ponerte en este plan ridículo de mártir y traicionada, porque tú y yo no teníamos nada, y te lo dejé bien claro cuando empezamos.
Ya, no me di cuenta que estuvimos haciendo el tonto año y medio, la idiota soy yo.
Creo que nunca te di un indicio de que fuéramos a terminar en una relación formal. Y si fue así, me disculpo.
Llévate tus pinches disculpas, Gerardo.

Me dan ganas de arrojarle el café, de película, película gratis en la cafetería de la Cineteca Nacional; pero nunca lo he hecho y temo que me arroje el suyo o algo parecido, así que sólo me levanto y empiezo a caminar hacia la salida, pero él me alcanza.

¿Qué mierda te pasa?

Chin, la gente nos está viendo. Ay.

Ya me voy, que disfrutes tu película.
Dime qué mierda, tienes 22 años, actúa como adulto, por Dios.
No tienes una maldita idea de lo que me pasa, ¿crees que me molesta que te hayas acostado con una chica que conozco desde hace cinco años y que yo te presenté?
Si no es eso, ¿entonces qué chingados te molesta?
Que me haya tenido que enterar así. ¿Cómo crees que se siente ser la pendeja? Todo el mundo sabía que llevabas un mes tirándote a Laura menos yo, porque soy pendeja. Imagínate que te enteras que tu loqueseaqueéramos se está tirando a Felipe gracias a pinche Facebook. Cuando te pase vienes y me dices que se siente, pinche maricón. Y vete a la mierda. Y dile a esa puta que también se vaya a la mierda.

Unos chicos de quince o dieciséis años dicen algo como "uhhhh, no mames, culero", alcanzo a escucharlos. Hago lo imposible por no mirar a la gente que me mira. Claro que no funciona, pero camino rápido y no volteo, si pudiera volar lo haría.

Al atravesar la reja del estacionamiento salgo a la calle y cruzo para llegar a la otra banqueta. Frente a la Cineteca hay un cementerio.

Hace cinco años hice lo mismo, pero bajo otras circunstancias. Karen y yo fuimos al cine, daban un ciclo de cine de rock y la llevé a ver una película de Nirvana y Sonic Youth, llegamos dos horas antes y no teníamos algo que hacer ni a dónde ir, así que nos metimos al cementerio para leer algunos epitafios y hablar de la vida. Lo normal.

El anciano de la puerta no me dice nada. Es un cementerio pequeño, pero no cabe un muerto más. Tiene un estrecho camino de piedra que lo cruza de lado a lado, algunos árboles con moho en el tronco y un par de banquitas. Me siento en una de las más lejanas, casi al fondo del cementerio, donde están las tumbas de los niños. Y lloro.

Al llegar a casa me tumbo en la cama, boca arriba, y me pregunto si debí quedarme a ver Le Havre. Era su último día en cartelera.



Mierda. No me dio mi libro.

11.22.2011

Uhum

Hoy me medí tu bufanda y llegó hasta el piso.
Si le doy una vuelta al rededor de mi cuello llega hasta las rodillas, algo parecido.
Si le doy dos, es demasiado corta.
Ojalá fueras un poco menos alto.
Pero voy a continuar tejiendo.

11.09.2011

Si giro, tú giras.

Mi mejor amiga y yo tenemos un pacto que nunca establecimos. Ella lo empezó. 

Me pidió que nos encontráramos en la Universidad, en la zona en la que la gente va a dormirse sobre el césped. Se me hizo raro, normalmente no nos vemos. Nunca. Y eso que es mi mejor amiga. Antes de esa vez no la había visto en meses, tal vez en un año.

Una vez fue a mi casa y me dijo que saliéramos a caminar. Ella vive a unas veinte calles de distancia, y aunque siempre suele llevar su auto, aquella vez no lo hizo. Caminamos unas dos horas, hablamos de amigos, de chicos, de música, de chicos, de la escuela, de chicos. Mi amiga es guapísima, de verdad, o al menos a mí me lo parece. Y a los chicos también, le he conocido un montón de pretendientes y novios formales. Y cada vez que la veo está más delgada, más a la moda, más bonita. Y más simpática, se le quitó esa risa tonta y esa manía de tocarse la punta de la nariz mientras habla de algo que le da vergüenza. Al final de la caminata me pidió que le prestara dinero, algo rarísimo porque su familia tiene dinero, el suficiente para comprar un montón de cosas bonitas, su familia podría mantener a la mía, su familia podría mantener a mi familia y a la de mi vecino. Al final me dijo que necesitaba algo de la farmacia. Me gasté unos cien pesos, pero no me importó, le habría dado mil, dos mil, la habría ayudado a robar un banco.

Pero eso no tiene nada que ver con el pacto.

Aquella vez nos acostamos en el césped y hablamos de chicos y de la escuela, de viajar, cosas así. Siempre decimos que viajaremos juntas, aunque no tenemos ni pasaporte. Queremos ir a Nueva York, luego a Brasil. Bueno, ella quiere ir a Brasil, yo quiero ir a Londres, pero primero iremos a Brasil y luego a Londres. Pasa que ella odia el frío.

Y me dio un girasol.

Eso tiene como dos años, lo del girasol. Desde entonces nos vemos poco, por no decir nada. Tal vez una o dos veces al año. Sucede que ella se mudó a un departamento en una bonita colonia, a hora y media de aquí, y sólo vuelve a la casa paterna los fines de semana, y a veces ni eso. Y mis padres no me dejaron vivir con ella, ya saben cómo son los padres.

Pero cuando nos vemos, nos damos un girasol. Si yo la visito, llevo un girasol, si ella me pide verla, me da un girasol.

La mayoría de la gente tiene un mejor amigo. Más los hombres, he visto relaciones increíbles entre chicos, me daban celos o algo parecido. Pasa que los hombres no se envidian la cintura ni los zapatos, tampoco el cabello. Los hombres no se enojan cuando el otro no lo llama en mucho tiempo. Cuando tienen un problema suelen enfrentarlo, a veces con palabras, a veces con groserías, a veces a puño limpio, pero suelen hacerlo. Las mujeres suelen hablar mal de la otra, cambiar la tarjeta de su celular, desearle que suba 20 kilos y le salgan granos, cosas así.

Decidí que ella es mi mejor amiga. No necesito llamarla cuando sufro por un chico, no necesito ir a comprar zapatos con ella, ni necesito preguntarle todos los días por la salud de su madre. Tampoco necesito verla todos los días. 

Así, cuando la veo, de verdad me emociona llevarle un girasol.

11.04.2011

Ecos


Atravesar el parque era el camino más corto para ir de la galería a casa, evitando así calles llenas de gente, tiendas de ropa y mecánicos empeñados en obstruir el paso con herramientas y restos de automóviles. Rodeaban el lago y a esa hora sólo había unos cuantos niños persiguiendo patos temerarios que se atrevían a salir del agua para recoger pedazos de galleta que algún anciano les arrojaba desde las bancas cercanas.


¿Por qué los patos de la señora Helguera no se van volando?
La señora Helguera los cuida y eso los hace felices.
¿No serían felices afuera?
Tal vez son felices en su cochera.
Mamá, ¿por qué el cuac de sus patos no suena por toda la casa? Cuac cuac  uac, uac…
Escucha interrumpió. Se colocó frente al niño, apoyó una rodilla en el suelo para ponerse a su altura y apartó el flequillo rubio que le cubría los ojos. Escucha, sé muchas cosas, tengo muchas respuestas pero no voy a dártelas porque quiero que las encuentres solo. Eres un niño listo y no voy a quitarte esto ahora. ¿Entiendes?
¿Y si no…?
Entonces te diré lo que encontré, pero sólo después de que hayas hecho lo imposible.
Pero y sí…

La mujer se levantó y extendió el brazo para que el niño tomara su mano. Anduvieron en silencio hasta llegar a casa, mientras él pensaba en lo difícil que sería encontrar una enciclopedia de cuacs.




Faltan cuatro meses para Navidad.
Voy a San Francisco y quiero que estés con mamá.
Pues…
Escucha, sé que ella es difícil, pero necesito que estés aquí. No pienso…
Todo el mundo da por hecho que es dificilísimo porque saben un carajo.

»El octavo, el peor de mis cumpleaños, ahí se puso difícil. Toda la mañana soporté a mis compañeros de clase, una rutina que me tenía más aburrido que harto, si te soy franco. Hablaban de papá, decían yo era el culpable de que se fuera. Y no me importaba, nunca les solté un “no es verdad”. Esos pijos tenían niñeras que iban por ellos al colegio porque a sus madres les importaba un rábano y me llamaban huérfano porque tenía que volver solo a casa.

»La gente piensa que los niños son criaturas inocentes que merecen toda la piedad, comprensión y mimos que puedan recibir, y aún no serán suficientes. ¿Sabes por qué eligen a los niños con los ojos más grandes para la publicidad de cualquier cosa? Porque en sus ojos hay quince millones de gatitos ronroneando y persiguiéndose las colas. Pueden ser los más feos, flacos, pálidos, negros, con narices enormes o dientes podridos, pero sus ojos son del tamaño de la bondad de Jesucristo.

»Aquel día, antes de llegar a mi mesabanco, Félix me cerró el paso y me llamó huérfano. Tenía dos años más que yo, era un enano gordo y debía levantar la cabeza para mirarme. Pateaba como nadie, lo había visto golpear niños de los primeros grados. Yo le sacaba unos quince centímetros, pero podía romperme algún hueso, así que lo ignoré y me senté. Comenzó a gritar que mi padre era feliz en algún otro sitio, tenía otro hijo y… bueno, no era muy creativo. Mientras él gritaba todas sus estupideces yo pensaba en lo idiota que se veía haciéndolo y eso de verdad me tranquilizaba, te lo juro, imaginaba que alguien lo veía todo, como en el cine, alguien estaba viéndolo todo desde una butaca y pensaba “qué idiota es ese enano gordo” y reía, eso me hacía mantener mis puños sobre la mesa.

»Pero Félix empezó a hablar de mamá. Dijo que me enviaba a un colegio de ricos para hacerme miserable, para que me fuera como papá; que no le importaba, que por ello no me recogía al salir de clases, no quería verme porque no me parecía a ella, porque era como papá, un inútil que no podía hacer feliz a nadie. Creo que sólo me sentí tan furioso cuando mataron a Gualo en ese estúpido pleito de borrachos.

»No sé en que momento comencé a pegarle. Le tiré un diente que nunca encontró; debieron pegarle algo en su lugar. Alguien llamó al profesor de deportes, me tomó por las axilas mientras yo gritaba un montón de cosas y Félix lloraba en el suelo. Cuando me calmé, vi que Félix me había roto el cuello de la camisa y había perdido mi zapato izquierdo.

»Lo que ese imbécil no sabía era que su madre se había metido con media ciudad para conseguir su maldito departamento y que a su padre le importaba un comino porque en realidad no le interesaban las mujeres sino las niñas, con ojos enormes, claro. Esos ricos eran todos iguales, creían que sus madres los querían porque hacían-que-las-niñeras los llevaran al parque mientras ellas se arreglaban las uñas y sus padres se acostaban con sus secretarias; que un chofer esperando fuera de la escuela era una maldita declaración de amor, no se daban cuenta de los solos que estaban.

»Tienes razón, Elisa, tú no sabes un carajo de la relación entre mamá y yo. Me visto solo desde los cuatro porque mamá no quiso hacerlo por mí, aprendí a preparar el desayuno desde antes de entrar al colegio, debí quemarme mil veces, pero al menos sabía usar una maldita sartén. Y ellos creían que llenarse los dientes de caries con el dinero de sus padres era una muestra cariño, no tenían una maldita idea.

»Tuve que llevar un citatorio a la galería. Mamá hablaba con un tipo alto, así que esperé afuera. Él salió y me alborotó el cabello. Toda esa mierda que dicen de que la sangre llama no es más que eso, te juro que no sentí nada excepto coraje de que un fulano se atreviera a despeinarme el peor día de mi vida, ni siquiera cuando supe que era papá sentí algo, y te juro que lo intenté.

»Entré. Mamá sonrió y me dio un regalo, dijo que era un reloj, había sido de papá. No toqué la caja, puse encima el citatorio y salí, avergonzado de haber actuado como un animal, pensando que todo el mundo se dedicaba a decepcionarla. Al llegar a casa, mamá no me dirigió la palabra y fue así por semanas. Le escribí una carta y nunca la leyó, la vi cerrada hasta el último día que viví allí.




Busqué a Sebastián en el callejón en que solíamos reunirnos después de la escuela. Los edificios que cercaban nuestra estrecha guarida eran tan altos que la luz no tenía el gusto de conocer el pavimento. Ni los gatos se atrevían a bajar allí, salvo durante la primavera, cuando la temporada de ratas era alta.

        Lo encontré sentado sobre el mejor de nuestros dos cajones de madera. Teníamos 13 años y nuestras únicas preocupaciones eran aprobar los exámenes, hacer las compras vespertinas y no enfermarnos de cualquier cosa que exigiera cinco inyecciones de penicilina.

 Hablaba muy poco mientras le contaba ese western en el que Henry Fonda y Tyron Power roban el ferrocarril y todo el mundo los persigue. Usualmente él encontraba interesantísimas las películas de Fonda, así que le pregunté qué pasaba.

Llegué a casa y encontré a una niña mirando el televisor.
¿Qué niña?
Nunca la había visto.
¿Y qué hace en tu casa?
No sé. Dijo que abrió con las llaves de mamá.
¿Y no le preguntaste algo?
Pues no, ¿y si no respondía?
¿Y cómo vas a saberlo si no le preguntaste, bruto? Puede ser una ladrona.
Tiene como siete años, no puede ser una ladrona.
Hace poco vi un programa en el que los niños robaban porque sus padres les ordenaban hacerlo, ¿y si le robó las llaves a tu madre y se lleva el tocadiscos?
Si le hubiera robado las llaves a mamá no habría podido encontrar la casa ella sola. Y tú no viste nada, no tienes televisor.
No, pero habría sido genial, ¿y si es verdad? Que no veas algo no quiere decir que no suceda.
Es tan delgada que el tocadiscos tendría que llevársela a ella.

Entonces habló de una historieta, que estaba bastante bien pero los dibujos eran horribles. Siempre critica los dibujos de todo eso que se supone tenga ilustraciones, cree que él puede hacerlos mejor.

Esta vez se trataba de un fulano que vivía en un puertucho cuyos habitantes eran mediocres y vivían felices en su mediocridad. El tipo trabajaba en una fábrica y cuando era niño leía pulp magazines así que un buen día renuncia al trabajo y con sus ahorros, un montón porque el ermitaño no tenía una chica para gastarlos, va a la ciudad a hacer su vida a la Dupin, pero sólo encuentra casos de mujeres que creen que sus maridos las engañan y se frustra, hasta que un día llega un buen caso.

Muéstramela.
¿Qué?
La historieta y los dibujos que mejoraste y todo eso.
Tú no lees historietas.
Quiero leer esta.

Odio las historietas, además papá no me permite leerlas, cree que puedo ocupar mi tiempo en cosas productivas, como repasar francés. En casa no me permiten muchas cosas, comer después de las ocho, por ejemplo.

A Sebastián le encanta mi familia, dice que parece salida de una rima bastante cursi. Mis padres se besan ante el más pequeño acontecimiento, la cocina está llena de cachivaches inservibles decorativos que mi madre hace brillar todas las noches y todos nuestros nombres comienzan con “E”. Yo adoro la casa de Sebastián. Es de dos plantas, tiene un enorme jardín trasero con un columpio para tres. Hay árbol alto y feo, en el que sus tres gatos se afilan las uñas, y una pileta en la que flotan algunas plantas y cadáveres de grillos.

Dejamos las bicicletas recargadas en el columpio y entramos por la cocina. Sebastián tomó un pan de la alacena, lo mordió y me arrojó el resto, entonces subió a su habitación.

Fui a la sala y encontré a la niña hojeando una revista. Me senté a su lado y le ofrecí lo que sobraba del pan, pero lo rechazó. Era flaca, usaba una camiseta tres veces más grande que ella y unos pantalones cortos. En mi vida había visto una persona tan rubia y cuando negó con la cabeza al ofrecerle el pan pude ver un par de orejas enormes. Sus ojos eran cafés, una rubia sin ojos azules o verdes era todo un descubrimiento, pero eran bonitos, lo más bonito en su cara sin color, sin pecas, sin mejillas.

Soy Gualo
Qué nombre tan feo —dijo, mientras reía.
No me llamo Gualo, tonta. El abuelo, papá y yo nos llamamos Eduardo, debiste ver la confusión cuando mamá llamaba a uno de los tres, así que me puse Gualo.
De todos modos es feo.
¿Cómo te llamas tú, Maureen O’Hara?
Elisa.
Mi hermana mayor-mayor se llama así, la otra es Eugenia. ¿Tienes hermanos?
No.
Qué bueno. Mis hermanas me molestan todo el tiempo. Mi hermana mayor-mayor tiene esposo y todo, pero nos visita cada fin de semana; mi hermana mayor irá a la universidad en otoño, entonces podré dormir en su cama cuando quiera. ¿Dónde está tu casa?
Esta... es mi casa.
¿Y tu mamá?... Epa, hablemos de otra cosa. Hay una canción con tu nombre, mi hermana mayor-mayor me hace tocarla todo el tiempo. La tocaría ahora pero a Sebastián no le gusta que use el piano porque está desafinado y suena horrible, aunque un piano nunca suena horrible a menos que lo toque él.

Bajó Sebastián, se sentó con nosotros y la ignoró. Me mostró sus dibujos y los de la historieta, ofendido por la forma en que el dibujante había hecho los sombreros, cosa que no le importaba a nadie mas que a él. Su madre llegó a salvarme, me saludó y fue directo a la cocina, como si una extranjera rubia y orejona sentada en su sala fuera lo usual. Preparó la mesa y nos llamó a comer. Después de unos segundos de silencio, Sebastián se dirigió a Elisa.

¿Y tú quién eres?
Elisa O’Hara le dije y su madre me sonrió. Cuando ella lo hace de esa forma, complacida y casi orgullosa, el pecho se me infla.
¿Y tus padr…? ¡AUCH!
Se me fue el pie, perdón.
Elisa vivirá con nosotros dijo la señora, concentrada en la sopa, como si estuviera adoptando un gato más. Su madre me pidió que la cuidara cuando ella no pudiera hacerlo y…
¿Y por qué ya no puede?
¡Zonzote!
Necesito que limpies el cuarto que está frente a mi habitación para que ella lo ocupe.
Que se quede con el mío, yo quiero ése.
Como desees, pero deja uno. Mañana me acompañarás por su ropa y el resto de sus cosas, cuando salgas del colegio.
Sí, mamá.

Y así terminó el asunto. Es lo que más me gusta de esa familia, nunca piden una carta de razones, mi madre no me deja salir de casa sin preguntar el tipo de sangre de los abuelos de la persona con la que pienso ir a jugar.

Al terminar de comer, Sebastián pidió dinero para ir por palomitas de maíz. Después de recibir algunas monedas fue por un suéter para mí. Y uno para Elisa.

Toma le dijo, extendiéndole un abrigo azul, mientras me lanzaba el suéter gris de siempre.
Lleva tus llaves, no pienso abrirte esta vez.
Sí, mamá.

Salimos por la cocina y tomamos las bicicletas; Sebastián subió a Elisa a mi canastilla. Pesaba menos de 40 libras, seguro pesaba menos que toda la bicicleta.

No me vayas a tirar, Eduardo-Eduardo-Eduardo.
Qué va, he llevado coles más pesadas que tú. Y aquí el bruto es Sebas.
Cállate, Gualo.




Llegó veinte minutos tarde, así que entró por la cocina. Subió al segundo piso, esquivó a uno de los gatos y encontró a su madre en su habitación, acostada, hojeando el diario. Se acercó a la ventana, la abrió, corrió las cortinas y se sentó en el sillón que estaba frente a la cama y en el que suponía Elisa cuchicheaba con su madre después de la cena. Se quedó ahí en silencio, mientras veía cómo el hijo de la señora Helguera pintaba un par de sillas en su jardín.

No tires la ceniza por la ventana, allí hay un cenicero.
¿A qué hora se fue Elisa?
Hace media hora.
Creo que Martín nunca había salido de la ciudad.
Ése chino no conoce otro lugar que no sea la casa de sus padres y su oficina.
No es chino. Supongo que les diste dinero para que pudieran irse de vacaciones.
Siéntate acá. Claro, ése chino aceptaría gratis hasta una serpiente.

Se levantó del sillón con pena, sabía que la silla al lado de la cama no era ni la mitad de cómoda. Puso el cenicero en la mesita de noche y encendió el cigarrillo de su madre.

No es chino. Ni sus padres son chinos, creo que sus abuelos tampoco lo eran.
Al principio dijo que no tengo que regalarle nada, pero no necesité insistir mucho. De cualquier manera no me importa, no tengo nada que hacer con mi dinero y tú no lo necesitas, Elisa pasa todo el tiempo conmigo y este lugar la aburre…
Sólo puedo venir en invierno, mamá.
No te estoy reprochando algo.
¿Qué harás con la casa cuando se casen?
Donar tu habitación a sus hijos, ¿tú crees que ese chino tiene algo además de su portafolio? Es un arquitecto brillante y podría tener éxito, pero prefiere trabajar con su familia y ganar una miseria, y si a Elisa no le preocupa a mí no me importa. De cualquier modo a tu hermana le gusta la galería y tiene algunos proyectos con Eugenia. Tú ni siquiera vives aquí, así que no creo que esta casa te sirva de algo.
Mamá, Martín no es chino.
¿No piensas desayunar?
Tomé algo en el avión. ¿Por qué a San Francisco? Creí que él odiaba las ciudades grandes y a la gente caminando en triple sentido por las banquetas.
Qué va odiar si no conoce nada. Tu hermana quería ropa y qué se yo.
Aquí hay bastantes tiendas.
Cuando regrese le preguntas por qué se fue a San Francisco a comprar ropa o lo que sea que traiga. Espero que ella conduzca.
No creo que alquilen un auto. Dijo que se iba dos semanas, tiempo suficiente para quemar el dinero que les diste en taxis, ropa, pretzels y sillas en las que es imposible estar cómodo.
No fumes mis cigarrillos, fuma los tuyos. Y no te metas con mi silla.
Acabo de conocer a otro de tus malditos gatos, uno gris. ¿Cuántos tienes ya? ¿Quince?
Cinco. Lo encontré en aquel callejón al que ibas a congelarte, se llama Miucho. Pensé que quizá no vendrías, faltan cuatro meses para Navidad.
Gerardo iba a ocuparse.
¿Quién?
El chico que me ayuda, mamá, te lo mencioné la última vez que hablamos. Un gran dibujante, aunque nunca lo había dejado solo. Espero no volver y recoger los escombros de mi despacho.
¿Y Valeria?
Su padre está enfermo y no quiere alejarse de casa, el médico no cree que viva mucho tiempo. Envía besos.
Es el segundo cigarrillo que me quitas, espero que tengas intención de reponerlos. No imaginé que su padre estuviera tan enfermo.
Das por hecho que todos los padres tienen sesenta años como tú, el señor pasa los ochenta, está jugando tiempo extra.
Cincuenta y siete.
Cincuenta y siete, mamá; te ves de quince. Creo que iré a visitar a Eugenia.
Lleva tus llaves, no pienso bajar abrirte.
Sí, mamá.

Por dos semanas se dedicaron a hablar de asuntos que la gente normal abarca en conversaciones con extraños. El clima, actrices gordas, los impuestos, los vecinos, los hijos de los vecinos, los novios de las hijas de los vecinos y el clima otra vez.

Pareciera que no hay suficientes temas cuando el tiempo pasa cojeando, cualquiera habría dicho que evitaban conocerse, pero cualquiera habría estado equivocado. Ella sabía que su hijo estaba enamorado de aquella mujer desde hacía cinco años, pero si iban a casarse o no después de vivir juntos, no era asunto suyo. Sabía que tenía tanto trabajo que en invierno trabajaba horas extra antes de irse a la cama, y si dormía mucho o poco tampoco era cosa suya.

Todos creían que su madre adoraba mirarse en el espejo que está sobre la chimenea, pero él sabía que en realidad miraba el marco que lo adorna y ella había restaurado hacía cuarenta años para que el abuelo lo vendiera en la galería. Sabía que el piano permanece cerrado desde la última vez que Gualo lo había afinado, que lo limpia a diario y no permite que nadie lo toque. Pero eso él ya lo sabía.

Y cuando uno sabe tanto de otro, expresarlo en voz alta resulta innecesario. Insuficiente. Y ambos lo sabían.

Te he puesto pan en el bolsillo. Cuando llegues llama para saber que el avión no se cayó.
Si se cae te llamará Valeria.
Nos vemos en Navidad.
Salúdame a Elisa y a ése chino.
No es chino, Sebastián.

Antes de sentarse en una banca cercana al lago se puso el abrigo y metió la mano en el bolsillo para sacar el pan. Encontró también un sobre que reconoció en seguida, y descubrió que no estaba cerrado como pensaba.

Dentro habían un reloj de bolsillo de los años treinta y un pedazo de papel en el que reconoció su caligrafía de ocho años, una carta llena de “perdónames”. Encontró que su madre había escrito algo al reverso, firmado hacía veintidós años:

Los patos hacen cuac cuac por toda la casa, pero la gente no puede escuchar el eco. ¿Recuerdas que hablamos de los silbatos especiales para perros? Encontraste que tienen un sonido tan agudo que las personas no pueden escucharlo. Así con los cuacs.

Guardó el reloj, la carta y el sobre en el mismo bolsillo del abrigo. Se sentó en la banca y comenzó a alimentar a los patos.

11.02.2011

Memoria

Yo sí me acuerdo, aunque tú no te acuerdes, que la primera cosa que me leíste a mí solita, así, de lejos, fue un fragmento de Howl; fue un fragmento de Howl, así de lejos, a mí solita, la primera cosa que me leíste; aunque tu no te acuerdes, yo sí me acuerdo.